La lengua
Un escritor del siglo primero describía la lengua como “una de las partes más pequeñas de nuestro cuerpo que se jacta de grandes cosas y que es como el fuego que, pequeño, incendia grandes bosques”.
La lengua, -dice el escritor-, “contamina todo el cuerpo e inflama la rueda de la creación; puede bendecir a Dios y maldecir a la mujer y al hombre.”
Ilustra que si bien “ponemos frenos en la boca de los caballos para que nos obedezcan y que usamos un pequeño timón para dirigir los barcos, la lengua es difícil de dominar.”
El autor de estas palabras es Santiago, apóstol de Jesucristo, y se encuentran dentro de la carta que lleva su nombre, en la Biblia.
No hace faltar detallar las consecuencias del uso de la palabra para discriminar, producir divisiones familiares y sociales, y desatar guerras.
La de Santiago es una advertencia que se reitera desde la antigüedad en numerosos escritos de sabiduría, los llamados Libros Sapienciales.
La realidad de hoy es más complicada que aquella del pasado.
Somos bombardeados por los medios de comunicación que largan sus presuntas verdades sobre hechos y personajes, muchas veces con el propósito de descalificarlos.
Nosotros y nosotras las repetimos, convencidos y convencidas de que son ciertas, y así nos incorporamos casi sin percibirlo, al grupo de los que promueven la desunión, entorpecen los acuerdos, aumentan el desconcierto…
No tenemos la práctica ni el tiempo de investigar su grado de credibilidad y, al repetirlas, nos asociamos al “escuchá lo que dicen”, propio del chisme, una actitud que nos tienta con mucha facilidad.
Es que tampoco estamos acostumbrados a examinar lo que decimos ni la forma en que pronunciamos nuestras opiniones sobre los demás.
Atento a esta realidad humana, Jesús fue clarísimo al respecto. Dijo que de la boca sale lo que tenemos en el corazón. Es decir, que lo que decimos corresponde a lo que tenemos adentro, a nuestra interioridad.
Con ese dato Jesús apela a lo que debería ser un hábito constante. Mirarnos internamente. Si nuestras palabras producen división, ofenden, más que criticar al atacado deberíamos ver las causas internas de nuestro ser que nos asocian a ese andar de decires difamatorios, injustos o inapropiados.
Nuestro referente, Santiago, es sabio al respecto. En el capítulo tres de su carta apela a eso que tenemos adentro. Dice que “si tenemos celos” - recalca “amargos”- y “rivalidad en nuestros corazones” no nos debemos alegrar ni tampoco mentirnos.
Subrayamos, “no mentirnos”.
Hay que reconocer que esa tendencia está allí. Existe. Es real.
Eso no lo podemos arreglar, pero sí, reconocerla y ver como la modificamos, cambiamos o neutralizamos.
Mirar como actuamos.
Ver que estamos mucho más dispuestos para usar la palabra, especialmente de juicio, de reprimenda, que para utilizar otra capacidad fundamental del cuerpo, el oír. Aún cuando Dios ha dispuesto que tengamos una boca y dos orejas seguimos dándole prioridad al hablar que al escuchar.
El oído nos permite escuchar lo que dice el otro, la otra, cuando se nos acerca a compartir sus problemas.
Nos causa vergüenza propia recordar cuando alguien nos confesó algo muy privado, tal vez una pifiada de su vida, y nosotros, antes de ayudarlo en su problema, le enviamos la catarata de reconvenciones por sus metidas de pata.
Por eso, este sabio que fue Santiago decía que seamos “prestos para oír, tardíos para hablar”. Dispuestos para percibir aquello que el otro dice y que no está en sus palabras sino escondido en su corazón y no lo expresa porque no se atreve o porque quizás ni sabe que lo tiene allí, recubierto de represiones morales.
En esa búsqueda de andar mirando nuestro interior, se encuentra la repetida frase de la Biblia, aquella de escuchar a Dios.
“Poner el oído”, decía el profeta Isaías en el capitulo 53.
Escuchar la palabra.
Sabemos que esto también es complejo. Hay que tener cuidado en la interpretación de aquello que oímos.
Sino recordemos que hasta hubo un presidente de Estados Unidos, George Bush (hijo), quien dijo que escuchó la voz de Dios en los pasillos de la Casa Blanca diciéndole que tenía que atacar a Irak.
Todos podemos equivocarnos tanto con la lengua como con nuestras actitudes.
Reconocer el error es el primer paso para comenzar de nuevo
Es posible modificar nuestras conductas aprendidas.
Tenemos la posibilidad de encontrar otra forma de comunicarnos,
Otra manera de actuar, que vaya creando relaciones humanas dignas, donde el respeto y la comprensión sean las premisas.
Es el privilegio que tenemos en nuestro tiempo.
Es nuestra oportunidad.
La posibilidad de construir un nuevo mundo para nosotros.
Para nuestros hijos e hijas. Para nuestros nietos y nietas.
Es difícil.
¡Chocolate por la noticia!
Ya lo decía Santiago y otros antes que él y otros después que él.
Difícil pero no imposible.
Claro, aparece como imposible si lo queremos hacer solos, solas. Aislados. Creando nuestro propio convento.
Para esa tarea necesitamos un compinche,
Mejor aún, varios compinches.
Por eso es que desde la Iglesia Metodista de la calle Belgrano al 300, te proponemos asociarnos como compinches para aprender una nueva manera de conversar, de actuar.
Te invitamos a que te acerques
Para formar una “Nueva Sociedad”
Y que entre todos…
Pensemos Juntos la Vida...
Aníbal Sicardi
Corrección: Rubén Ash
17 de septiembre de 2009
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