jueves, 8 de octubre de 2009

Editorial 21: (08/10/09)

La Gratitud

Los relatos sobre el andar de Jesús suelen ser perlitas de vida.

Uno de ellos cuenta que Jesús entró en un poblado, entre Galilea y Samaria, encontrándose con diez leprosos que le pidieron que los sanase.

Jesús les mandó que se presentaran ante los sacerdotes, una instancia requerida por la ley judaica para esos casos.

Los diez aceptaron la recomendación tomando el camino hacia la jerarquía religiosa pero a poco andar se sintieron distintos, se miraron y descubrieron que se habían curado.

Viéndose limpio uno de ellos regresó inmediatamente hacia Jesús y en voz alta, fuerte, agradeció a Dios por lo que le había acontecido.

El Maestro lo escuchó y preguntó “¿No eran diez los que se había curado? ¿No hubo otros que vinieran a agradecer por la sanidad?”

Ante este relato, la primera reacción es catalogar a esos nueve como desagradecidos. Un calificativo que se ajusta a sus conductas, pero que esconde el aspecto cultural.

Ellos actuaron más o menos como era habitual. No estaban acostumbrados a practicar el agradecimiento.

El comportamiento de los nueve tampoco es exclusivo de la cultura judaica sino de muchas otras, incluida la nuestra.

Los que tenemos varias de decenas de años, aquellos y aquellas que acumulamos juventud, hemos sido educados en esa línea.

Nuestros padres y abuelos nos querían, pero sacarles una palabra de aliento o agradecimiento por nuestro comportamiento, era comos extraer un corcho de la botella de vino… sin sacarcochos, que, por otro lado, en aquellos tiempos eran escasos.

Algunos recordamos que veníamos con buenas calificaciones de la escuela, un 9 en matemáticas y se nos decía ¿Por qué no sacaste diez?

Jugábamos al fútbol. Como arquero habíamos sacado pelotas de un lado y de otro. Ganamos tres a uno, pero entonces nos decían “¿Cómo es que te hicieron ese gol?”

Cumplíamos estrictamente las normas de la vida familiar, pero nunca unas gracias por ello. Simplemente, estábamos haciendo lo que se esperaba de nosotros.

A eso se añadía la rigidez del cuerpo. Las caricias y abrazos escaseaban. Eran una muestra de debilidad. Vivíamos en la sequía de la expresión corporal.

Es cierto, ellos habían sido enseñados en esa cultura. La del esfuerzo, la de no dar aliento a los hijos por temor a que se volvieran soberbios o que se tirasen a la haraganería.

En el área religiosa el hábito es que todo lo bueno que recibimos se lo adjudicamos a Dios. Lo cual es cierto. Pero olvidamos que muchas veces eso que salió bien, fue también producto del esfuerzo de personas concretas.

Algo de eso está en la frase de Jesús cuando pregunta “¿Nadie vino a agradecer a Dios por lo ocurrido?” Bueno, hubiera sido demasiado grueso decir “¿Nadie vino a agradecer lo que yo hice?” Sin embargo, la sanidad vino por causa de Jesús.

Puede alegarse que Dios le dio esa posibilidad. Lo cual es cierto, pero se hizo porque a Jesús le pareció que esa gente debía ser curada y reintegrada a la sociedad, ya que un leproso era de los excluidos de aquel tiempo.

Los pasó de categoría de no persona a persona.

Si frenamos un poco la velocidad y pensamos en los beneficios con que gozamos y cómo llegaron a nosotros, tendremos la misma conclusión.

Las jornadas de ocho horas de trabajo, los francos semanales, la jubilación, las obras sociales no las trajo una cigüeña sino que son frutos de largas luchas de los y las trabajadoras, en las que deben incluirse no pocos mártires.

Igual en cuanto a los adelantos de la medicina que posibilitan la cura de enfermedades otrora incurables y también, como lo registra un reciente informe, que en Argentina haya crecido la expectativa de vida en los dos últimos años.

Detrás de esos hechos se encuentra el esfuerzo de muchas y muchos investigadores que dieron lo mejor de sí en beneficio de la gente.

Ahora vamos por más. Propugnamos el mejoramiento de las obras sociales, viviendas para más familias, mejores tratos en el trabajo, pero todo eso a partir de lo que ya tenemos, de lo que hemos recibido por medio de otras personas que en el pasado pensaron en las generaciones futuras.

Agradecer es reconocer el beneficio que se nos otorga. El Diccionario de la Real Academia Española señala que agradecer es un afecto personal, puro, desinteresado y de confianza en la otra persona. Es decir, creer que el beneficio que nos dan es de buena madera y no tiene segundas intenciones.

También están los que creen que todo lo bueno que tienen lo han conseguido solos.

El orgullo no les permite reconocer lo que recibieron de otras personas.

Además, vaya con el dato, junto al orgullo está el temor, el miedo a abrirse al otro.

Se aíslan y hasta pueden llegar al extremo de criticar o hacer daño a quienes los ayudaron.

Es clásico lo que les ocurre a estas personas. Temor a ser agradecidos, sentimientos de soledad, inventando el convento propio y creyendo que todos están en contra de uno. Soy yo y mis enemigos. Nada extraño que terminen solos, tristes. En fin, muertos que caminan.

La persona que sabe agradecer abre las cortinas de su interioridad. Permite que entre el sol de la vida y, como consecuencia, proyecta su propia luz hacia los demás.

Agradecer es mostrar afecto. Guardar en la memoria el acto de generosidad que se nos obsequió.

Dada la herencia cultural recibida hay que tomar conciencia de que es una costumbre que debemos aprender a usar. Es necesario practicar.

No porque tengamos una naturaleza mala sino porque aun nos arrastra esa educación equivocada, la de no tomar en cuenta el ser personas agradecidas.

Por eso el Apóstol Pablo les insistía a los cristianos y cristianas de Filipo que sean agradecidos.

Porque ese aprendizaje no se puede hacer solo o sola, en el aislamiento, sino en comunidad, junto a otras personas, es que desde la Iglesia Metodista de Belgrano al 300, aquí, en Bahía Blanca, les proponemos que Pensemos Juntos la Vida y que nos acompañen en este aprendizaje que debemos transitar juntos.


Pastor Aníbal Sicardi

Coorrecciones: Rubén Ash

08 de Octubre de 2009

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